La esperanza de flotar nos dejó a medio camino

& una vez más estoy exhumando las sobras
de todos los buenos recuerdos que tengo para calmar el hambre
que estira mi cuerpo y lo convierte en el diorama de una falta sin fin.
mis gritos pidiendo ayuda se transforman en un susurro mientras
el noticiero anuncia la muerte de otra celebridad querida
& eso me recuerda que nunca es demasiado tarde ni temprano para llegar
a una conclusión sobre rendirse & lo único que significa eso
es que a veces el amor no le puede ganar a la soledad. & mis amigues dejaron
de despedirse cuando Chiebuka a quien queríamos pero también odiábamos
como a un hermano se mató. ahora dicen “nos vemos pronto” &
yo sé que significa si mañana aún estás entre nosotres, nos
vamos a alegrar. si no también nos vamos a alegrar. qué ternura imposible
hay en eso. cuánta piedad que un grupo de gente
se preocupe tanto por perderte que te haga más fácil
que te vayas. de todos modos, cuando pienso que no voy a sobrevivir
al hueco oscuro de mi mente, sé que mis amigues se van a transformar
en algo que pueda capear el temporal y traer un crescendo de luz
que llene una boca suplicante. detesto pedir demasiado. ya recibí
la bendición de mi gente. pero quiero un día en el que todo
lo que podía salir mal ya haya salido mal & todo lo que quede
sea luminoso & todas las canciones tristes sean sobre flores, la música
que hacen cuando las tiran al suelo, es decir
que no haya canciones tristes & nadie diga cursilerías como
“todo va a estar mejor”. por una vez, ya lo va a estar

 

The Hope of Floating has carried Us so Far

& once again i am exhuming the leftovers
of all the good memories i own to appease the hunger
stretching my body into a diorama of unending want.
my cries for help grow into a soft susurrus as the news
cycle announces the passing of another beloved celebrity
& i am reminded it is never too late or too early to reach
a conclusion about giving up & all that means is sometimes
love can’t outweigh loneliness. & my friends stopped saying
goodbyes after Chiebuka who we cared about but also hated
like a sibling killed himself. now they say see you soon &
i know it means if we find you amongst us tomorrow, we
will rejoice. if not, we will rejoice still. how impossibly tender
that is. how merciful to have a group of people
so worried about losing you they make it easier for you
to leave. still, when i think i will not survive the hollow darkness
of my mind, i know my friends will shapeshift into anything
that can weather a storm and still bring a crescendo of light
to fill a begging mouth. i hate to ask for too much. i have been
blessed with my people already. but i want one day where
everything that can go wrong already has & all that’s left
is luminous & all the sad songs are about flowers, the music
they make when pulled to the ground, meaning
there are no sad songs & no one says corny shit like
things will get better. for once, they will already be

 

 

Siempre me olvido de qué va la guerra

nunca supimos quién golpeó primero
o cuál es la diferencia entre la tierra y el río abierto
si no podemos cruzar ninguno de los dos
si la mayor parte de la vida es acordarse
de que el miedo insiste en ser más espeso que la sangre
cuando la sangre no era más que sangre
no de ese mismo rojo de la risa
que se olvidó de dónde empieza el chiste
ni tampoco del tono de aprender
cuánto es capaz de devorar el mundo
si le dan una boca del tamaño suficiente
para tragar un árbol genealógico
y aun así encontrar lugar
para culparnos
lamentamos todo lo sucedido
pero no perdonamos este recuerdo
sabía lo que estaba haciendo
sabía que nos pedía que sirviéramos
cómo íbamos a saber que no sería tan fácil
cuando rezamos porque la tierra enterrara semillas
además de cadáveres
cualquier cosa que no tuviera que aprender a crecer

 

I keep forgetting how the War Story goes

it was never agreed who struck the first blow
of what difference is land to an open river
if we are unable to cross both
if most of living is remembering
how fear is so often thicker than blood
when blood was just blood
not the red of the laughter
that has forgotten where the joke begins
not the shade of learning
how much the world can eat
when given a mouth big enough
to swallow a family tree
and still find space to hold blame
for our sakes
we are sorry for all that has happened
but we do not forgive this memory
it knew what it was doing
it knew what it demanded that we serve up
how could we have known it would not be that easy
when we prayed for the earth to bury seeds
other than corpses
anything that didn’t need to be taught how to grow

 

 

Lo que dijo ella

Querida, si encuentras esto, llenamos
tres cuadernos con los nombres de nuestros abusadores
y los tiramos al fuego.
Así y todo, no se fueron. Como esas cicatrices que se olvidan
de borrarse mucho después de que la herida cierre,
todo lo que nos arrancaron sigue enredándose
en el chal delicado que es hacer el amor, sigue bailando
en cuartos llenos de gente, sigue pasando al lado
de un grupo de hombres y acordándose de respirar. Acá
tienes un trago de remedio. Acá tienes un néctar
que conserva todo tu aire. Acá tienes un mundo
en el que nadie se pregunta por qué no te resististe
y cuán corta llevabas la falda ese día. Acá tienes
un cuerpo para hacer tu cuerpo menos invisible.
Acá tienes un recuerdo al que puedes creerle. Acá
tienes años de lágrimas, e igual, igual, igual,
de alguna forma, igual, tienes el baile.

 

What She said

Dear, if you find this, we filled
three notebooks with our abusers’ names
and fed them to a stove.
Still, they did not leave. Like how scars forget to fade
long after the wounds close up,
all that have been taken from us, still tangle
in the soft shawl of lovemaking, still dances
in crowded rooms, still walks past a group
of men and remembers to breathe. Here’s
a mouthful of remedies. Here’s nectar
storing all your air. Here’s a world
where no one wonders why you didn’t fight
and how short your skirt was that day. Here’s
a body to make your body less invisible.
Here’s a memory you can trust. Here’s
tears to last you years, and still, still, still,
still, somehow, dancing.

 

 

Soñé que veía a dos chicas negras besarse en la iglesia

& escuché que una puerta adentro de mi pecho se abría de golpe
hizo un ruido como de tormenta que vuelve
a devolverle el verdor a la sequedad
que la sequía había abandonado acá
& éste es el tipo de relato que no vamos a tener
que suavizar después
& supongo que es más fácil seguir viva
cuando no tienes que soportar una acusación
que siempre llega sin que te la esperes
que trae preguntas retóricas que solo ansían respuestas
de carne que se quema
& cuando eres libre de tragar un bocado
de cualquiera que tu cuerpo traiga a casa
de salir a buscar algo dulce
y blando para hincarle el diente
& de no despertarte con moretones
donde debería estar tu nombre
quizá esta comunión de cuerpos sin género
sea lo que significa bendecir la mesa
& esto es algo de lo que ningún bautismo nos puede liberar
pero esas chicas les rinden culto a las manos de la otra
se van a ir a su casa y me van a llevar con ellas
& afuera
una estatua de Cristo extiende los brazos

 

I dreamt I saw Two Black Girls kissing in Church

& i heard a door inside my chest heave open
it sounded like a storm returning
to nurse green the dryness
the drought had abandoned here
& this is the kind of narrative we will not need
to soften later
& i guess it is easier to stay alive
when you are not holding an accusation
that always comes unbidden
carrying erotemes that only crave answers
of burning flesh
& when you are free to swallow a mouthful
of whomever your body takes home
to go looking for something sweet
and soft to sink your teeth into
& not wake up with bruises
where your name should be
maybe this communion of ungendered bodies
is what it means to say grace
& this is something no baptism can free us from
but the girls are worshipping each other’s hands
they are going home and taking me with them
& outside
a statue of Jesus is holding out his arms

 

 

La autora se replantea su último amor

es octubre de nuevo. estamos en nuestro cuartito. el cielo nos ve seguirnos con los ojos mientras nos ganamos la vida. de nuevo tienes puesta tu piel de siempre como un disfraz para la fiesta equivocada. un diálogo sobre el espacio y la pertenencia, sus cantidades descarriadas. mira, la cosecha de tu risa le devuelve el verdor de tus semillas a mi tierra. mira, me basta con pensar en la alegría para que me llene. el durazno magullado de tus labios. pechos tibios y pesados como agua. tus dos dientes separados como si estuvieran esperando que algo los atravesara.

una noche te cuento de la vez que casi me ahogo. una semana después me miras y me dices, las cosas que más queremos son elementos cualquiera. yo quisiera aplicarte mi cariño hasta que mi teléfono dejara de responder a mis dedos. ahora sé que nos moldeaban ausencias diferentes. algo que no pudimos aprender hasta que los huecos entre nuestras palabras se volvieron la medida de nuestro querer. poco después, incluso nuestros intentos más sencillos parecían una labor de jardinería.

me dices que el amor es igual de importante. pero igual que qué. prefiero acordarme más que nada de los días buenos. de las veces que desterramos juntas el hambre en nuestra cocinita. de que ordenabas mis cosas a tu antojo sin preguntarme. de las mañanas en las que estaba lo suficientemente enamorada para no esconderte mis tenis. incluso los que todavía no había estrenado, el resplandor aceitoso de la lamparita ilumina el silencio que flota sobre nosotras evaporado en culpa y en ganas. estamos a mitad de octubre, y el cielo nos ve repartir el deseo entre nuestros cuerpos y las manos de nuestra juventud. todo el cielo nocturno se despliega en nuestro cielo raso. me dices, mi amorcito absoluto, vamos a vivir más que la luna. ya no importaba quién nos hubiera tocado antes. ni dónde.

 

The Author reconsiders her Past Love

it is october again. we are in our little room. the sky watches our eyes follow one another as we make our living. you are wearing your old flesh like a costume at the wrong kind of party again. a dialogue about space and belonging, their errant quantities. here, the harvest of your laughter greens the seeds back into my earth. here, i only have to think of joy to be filled with it. the bruised peach of your lips. breasts warm and heavy as water. your two front teeth sundered as if waiting for something to pass through them.

one night, i tell you about the time i almost drowned. a week later you turn to me and say, the things we hold dear are just random fixtures. i want to hold you so dearly my phone no longer responds to my touch. i know now that we were shaped by a different absence. we never managed to learn which until the gaps in our language became something we weighed affection with. after a while, even our simplest efforts started to look
like gardening.

you say love is equally important. you never say as what. i like to remember mostly the good days. the times we banished hunger together in our small kitchen. how you sometimes rearranged my stuff without asking. the mornings i loved you enough to not hide my sneakers. even the ones i had never worn. here, the oily glow of the electric bulb illuminates the silence guttered into guilt and longing above us. it is the middle of october, and the sky is watching us split desire between our bodies and the hands of our youth. the entire night sky arranges itself on our ceiling. you say, my absolute darling, we are going to outlive the moon. it no longer mattered who had touched us before. or where.

 

 

* Poemas pertenecientes al libro Tres preguntas. Poetas Jóvenes de Nigeria, publicado en 2021 por Ediciones de Punto de Partida (Dirección de Literatura y Fomento a la Lectura, UNAM). Prólogo, selección y traducción de Ezequiel Zaidenwerg.

 

Paco Benavides, X (Vida y Milagros), Ediciones de la Línea Imaginaria, Quito, 2021.

Javier Palmiro Benavides, mejor conocido como Paco Benavides, nació en 1964 en uno de los pueblos más antiguos del Ecuador: Tusa, que el ultraconservadurismo de provincia cambiaron por el nombre de un arcángel guerrero con pinta de español blanco y godo —San Gabriel, ícono de la lucha del catolicismo contra los paganismos indígenas—. Entre las evocaciones cósmicas que induce la geografía andina y las turbias aguas del colonialismo ibérico, Benavides navegó y se extravío, buscando descifrar los enigmas de su condición. Se entregó por entero a la poesía y, de forma semiclandestina, a la pintura, siguiendo los caminos trazados por el surrealismo y el cubismo.

Benavides es, sin duda, uno de los grandes exponentes de la poesía ecuatoriana de su generación, y pertenece a una camada que prosperó al abrigo de los talleres literarios en la década de los ochenta del siglo XX. Experimentales, parricidas —los mejores de aquellos— y, a diferencia de los de la generación anterior, consagrados como artistas antes que como intelectuales. No les interesó continuar en el agobiante y agotado debate sobre la función social de la poesía, ni elaborar un manifiesto más para exponer nuevas proclamas del arte poético. Al contrario: se centraron en las técnicas y formas de escribir, en el culto a los grandes referentes literarios de Europa y América, a la veneración de aquellos que, más espirituales que comprometidos, se acercaron al ideal del escritor iconoclasta.

El quehacer literario de Benavides devino trabajo de laboratorio, lo que supuso un trabajo audaz con las palabras. Paco fue, sin duda, uno de los más diestros e ingeniosos en esta técnica que derivó en una suerte de ardua y cuidadosa labor artesanal. Al margen de la narrativa, huyendo siempre de lo prosaico y lo explícito, y deslumbrado por la poesía surrealista y los deleites barrocos, elaboró una breve aunque lograda obra poética donde se percibe su gran oído para la música de las palabras, un sentido insospechado del ritmo y su gusto por hilvanar figuraciones. Los poemas narran sin narrar, dicen sin decir; son, en ocasiones, vocalización más que escritura: exponen y exudan imágenes, denotaciones, connotaciones. Benavides es a veces inercial, mientras que en otras tiende a los límites. Lúdico, onírico e incansable buscador del sentido espiritual de la existencia; pero, sobre todo, gran talento lírico que produjo poemas semejantes a cánticos. Porque, a pesar de sus vagabundeos verbales, Benavides deja la piel en los poemas, se juega la vida cuando escribe y exhibe sin resquemores su alta sensibilidad. Sus palabras esenciales expresan la verdadera condición de su humanidad, el hondo desgarramiento de un ser entre dos aguas: la tradición y la innovación, su apego a lo local y sus ansias cosmopolitas; a caballo entre la nostalgia por la pérdida y la tentación por lo desconocido. Benavides no puede disimular lo que es: un escindido, frágil, melancólico y, por lo mismo, una especie de ángel caído, un hombre auténtico e irrepetible.

Bohemio y diletante, criatura gregaria, insigne miembro de su tribu, al final de su vida se vio irremediablemente solo, necesitado de un hilo de Ariadna para salir del laberinto. Así se muestra en su último trabajo: X (vida y milagros), en el cual traza una suerte de autobiografía con intensas vivencias expuestas como piezas descoyuntadas, que rompen con el discurso convencional, fusionan el habla coloquial y la alta cultura, exhiben nuevamente su ingenio verbal y rítmico, y pintan imágenes gozosas y conmovedoras. Con su último libro, Benavides parece culminar y agotar una forma de escribir por la que apostó. Sus lectores sentimos los logros de aquel extravío: la cosecha de su incesante búsqueda, las manifestaciones más claras de la complacencia y la desolación.

Su alejamiento decidido del grupo cuando era tan barrial; de lo nacional cuando era tan ecuatoriano, sumado a su repulsa de la funcionarización y la oficina, lo condujo al autoexilio en un paraje europeo tan inaudito como adverso para la poesía y para su persona. En ese sitio, paradójicamente, sucedió su encuentro definitivo con la belleza, que se plasmó sin pudor en últimos poemas y asombrosas pinturas. Buscando su propia consagración, desembocó en un irremediable desamparo; pero esa apuesta le permitió reencontrase consigo mismo. Cuando reparó en sí, comprendió su incompatibilidad con el espacio al que las falsas ilusiones y las decisiones audaces lo arrastraron. Lleno de poesía, se acercó al abismo que lo había tentado siempre. Entonces, se dejó morir al anochecer.

Luis Alberto Navarro, Pesadilla Debussy, Bonobos / Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Jalisco, México, 2021, 78 pp.

En mi lejana infancia, cuando llegó la televisión a casa y me iba habituando al lenguaje de las imágenes en movimiento, recuerdo dos apostillas de esa pedagogía visual aplicadas por mi hermano mayor. La primera es una escena de Los olvidados que otro día platicaré. La segunda no es muy precisa sobre qué película o serie fue, pero aún suena en mi memoria.

Se trata de un primer plano del rostro de una mujer —debe ser rubia aunque la imagen es en blanco y negro—, con grandes ojos y pestañas, cejas bien delineadas y mirada en éxtasis. Suena una música suave (tiempo después sabré que es de un piano). Ella desaparece (se “difumina”, como le dicen) y ahora se ve un paisaje de playa donde se tienden y destienden espumosas olas leves. Asombrado por el suceso visual le pregunto a mi hermano qué pasó ahí, adónde fue la mujer y de dónde salió el agua. Él, muy ufano y respetando mi bobería infantil, me dice: “Ella está soñando”. Desde entonces, la música de piano me remite al preámbulo que va de la realidad al sueño con los ojos abiertos.

Vaya esta anécdota para hablar del túnel del sueño traído por Pesadilla Debussy, el más reciente libro de poemas de Luis Alberto Navarro (Guadalajara, 1958). Poesía y música. Ensueño, leyenda, piano. Palabras que suenan a sueños pintados con palabras.

La unión de poesía y música data de siempre. Los mitos, las leyendas y las mismas expresiones versiculares dan cuenta de esto en distintas culturas. Desde entonces, se han hecho intentos por resolver esa separación forzada donde el oído sufre por dicho alejamiento. La poesía explora y explota otros sentidos, y la música, de vez en cuando, se asocia con la palabra. Ambas se buscan y se desean, se ven de lejos como Paolo y Francesca, los amantes condenados a ser un remoto destello líquido en un círculo del infierno, según refiere Dante.

Al obtener Bob Dylan el Premio Nobel de Literatura, a muchos les pareció una broma de mal gusto de la Academia Sueca. Otros lo consideraron las bodas del cielo y el infierno. Porque no hay que olvidar las palabras de Machado de Assis, citadas por Julio Torri: “Dios es el poeta. La música es de Satanás, joven maestro de brillante porvenir, que aprendió en el conservatorio del cielo. Rival de Miguel, Rafael y Gabriel, no toleraba la precedencia que ellos tenían en la distribución de los premios”. Se impuso al sonoro rugir de la literatura el lejano prestigio de la lira contra las secuelas que se convierten en escuelas líricas. Con Pesadilla Debussy, vuelve esta lucha del ángel y la unión de aparentes contrarios, más un agregado visual latente en todo verso.

De los poetas de su generación y su territorio, Navarro se guarda de aparecer en la palestra con los versos por delante. Antes bien es más conocido como académico, promotor literario y tozudo investigador; armado de blasones académicos, nos ha proporcionado rescates literarios de distinta catadura para sorpresa de muchos e inquietud de otros. Sobre esto último, recuerdo cuando él me dio un mensaje para el crítico y editor Huberto Batis (1934-2018): «dile que un investigador tapatío ha encontrado “ciertos cuentos de Huberto Batis” en el archivo de un periódico de Guadalajara». Esa noticia, en vez de alegrar al autor de Por sus comas los conoceréis, lo inquietó un tanto al sentirse descubierto; se supo practicante bisoño de un oficio que él mismo criticaba con ferocidad en otros autores y que él no ejercería más.

La poesía de Luis Alberto la podemos encontrar en libros como el tautológico Recuerdos memoriales (1980), Piedras inscritas (1986), Monzón en llamas (1999), Segunda sed (2010) y en la antología que lo coloca dentro de la rica y diversa ruta “occidental de la poesía”, Jalisco. Recuento de poetas, tomo 1, seleccionado y anotado por Hermenegildo Ortiz Reza.

Con esta discreción, se acata la intención versicular del poeta al medir sus tiempos y sus versos; no se da prisa para escandir y sopesar las palabras. Mucho menos ahora en su reciente poemario, donde toma por motivo un mito bretón como es la leyenda de la catedral sumergida a la que el devoto Debussy le hizo honores y por cuya imagen onírica y sonora muchos pintores han sido cautivados.

Por eso Pesadilla Debussy logra un cuadro de versos sonoros y, gracias a su buena edición, el poema fragmentado deja lucir versículos y retruécanos breves sin ser mezquinos: la página amplia es generosa al dejar expandirse las estrofas largas sin derrochar espacios. Leemos poemas colocados en distintos planos y en un cauce que semeja, al inicio, un poema-río, como bien afirma Vicente Quirate en la cuarta de forros.

Poema-río porque es transparente e inquieto, salvaje y tranquilo, como la música de Debussy. Pero también porque el motivo que lo llama, como a Ismael, es llegar al mar y encontrar la catedral sumergida.

“Bajo el río la Pesadilla Debussy

Como loco escribes delicadas claves
Graves notas dándole forma a la inconsistencia
A la diafanidad y lo etéreo del aire.
(p. 14)

Pesadilla Debussy es una imagen acuática dibujada con palabras. El libro, contenido por la construcción, presenta la ligereza del agua gracias a una serie de versos porosos, de sentencia y clamor emotivos. Los diversos planos que muestra el texto siguen una ruta concreta: la del agua, el rumbo inquieto que hizo latir el corazón de Ismael, como leemos al inicio en Moby Dick. Y el motivo que guía al poeta en su pesadilla es buscar, encontrar y ver en su elemento la vieja catedral que suena a sueño, a melodía salvaje.

Pero no solo eso. El aventurero será engullido por el hechizo de esa arquitectura, buceará en sus profundidades (con)fundidas con la luz y el agua, y verá tal arquitectura como a través de un cuadro ya pintado antes de la melodía y del verso dubitativo.

Dice Ismael —y dice bien—: “como todos lo saben, la meditación y el agua están unidas para siempre”. Sin embargo, esta no será una simple reflexión a la orilla del deseo o del encuentro, sino que se convertirá en un atrevido sumergirse y un nadar candente en agua fría, hasta encontrarse cara a cara con la mansión de las aguas para rendirse, devoto:

Para quien entra al sentir las primeras gotas
y reza una oración olvidada;
para quien la noche guarda un sitio
entre reclinatorios y pilas bautismales;
para quien acude acompañado de su agio
y se da golpes de pecho;
para los que cruzan la mirada y se reconocen
en la tenue flama del alcohol
como el pabilo en su grasa a punto de apagarse:
para ellos suena la última nota y principia
otra música en la Catedral
(p. 27)

No la muerte por agua sino la vida por ensalmo del mar donde una catedral se ahoga. Pesadilla Debussy es un viaje al fondo del mar para encontrar una catedral y, en un arranque salvavidas, retornar a la tarde de reposo para verla emerger con plenitud, como despidiendo al atrevido buceador.

Dos viajes tiene el libro que conforman la ruta marina de Navarro. El primero (“Alta en su profundidad la Catedral”) es seguir la vía y encontrar el lugar del sobresalto, sumergirse después y recorrer en su elemento acuático la catedral señalada como su Ambulatrio, donde reside la pesadilla húmeda.

Sin embargo, en el segundo momento del libro, el buceador no cae en el hechizo que lo pudo ahogar en el asombro. El poeta emerge y espera la asunción de la catedral, que ella salga y anuncie su triunfo de arquitectura mohosa y, como todo sueño, constituya un momento contundente, como de piedra flotante, como isla de plegarias atendidas:

La catedral ya tiene voz
silabario musical creciente
al contacto de cada piedra.

Y el gozo de la visión durará un instante. Ya se sabe que todo lo sólido se desvanece en el sueño y la catedral volverá a su elemento onírico: lo del agua al agua, desvaneciéndose como en un cuadro dentro de otro cuadro:

Pentimento II: sobre un río el Sueño Debussy
Aguas amartilladas    Cinceles de plata como escamas
Al mirar
—el que pinta despinta
el agua asciende en el aire
o se vuelve blanca

miras
Cómo desciende la catedral.
(pp. 76 y 77)

La aventura iniciada como una pesadilla se convierte en un arrullo del sueño del aventurero que trae de las profundidades el testimonio del viaje: un poema en tres secciones con un título inquietante y preventivo. Más que un libro de poemas, Pesadilla Debussy es un poema rotundo como una mínima catedral y flexible como el agua.

Al escuchar este rumor de agua en el poema de Luis Alberto Navarro, me viene de pronto la imagen de Ada (Holly Hunter) en la playa tocando el piano —en la película homónima, dirigida por Jane Campion— mientras la niña Flora (Anna Paquin) danza alegre y se pasea inquieto un ceñudo George (Harvey Keitel), inquieto por lo que escucha. E imagino que más allá de este cuadro, mar adentro, se aletarga un cementerio marino que seguramente aloja una catedral de los ahogados del sueño, como “intraducibles arias en la verde epifanía”.

Rebeca Leal Singer, Oscilo entre ver mi teléfono y verte a ti, Valparaíso Ediciones, Madrid, 2021, 66 pp.

Le pregunto cuál es el título y la respuesta me causa estragos de inmediato. Oscilo entre ver mi teléfono y verte a ti (Valparaíso, 2021), primer poemario de Rebeca Leal Singer (Ciudad de México, 1994), encuentra un modo de reconciliar la mirada bifurcada. Cuando pronunció el título, comprendí que había formas distintas de atender la misma oración de manera semántica; para ella, este oscilar a manera de péndulo humano era una nueva forma de mirada exhilarante y bipartita; para mí, la descortesía inherente de salir con cualquier chico en su momento. “La técnica no es ni buena ni mala”, dice Didi-Huberman en el segundo epígrafe del poemario, “depende de lo que se hace con ella”. ¿Cómo leer, entonces, el título? ¿Acaso el libro me mira a mí, lectora, a medias? ¿Será que la voz en realidad se refiere a sí misma en segunda persona? O será que no toda mirada indica algo; que solo implica eso: el malabar de sostener ambos mundos en dos ojos.

El libro abre con el poema “Selfie” que a su vez abre con un espejo, como si lo primero que viéramos fuera nuestro rostro compungido en un ángulo desfavorable. Este yo, o self, un anglicismo de carne y estructura ósea del cual deriva el neologismo para autorretrato fotográfico, también es un pronombre reflexivo que casi siempre funciona como objeto directo o indirecto al interior de un sintagma. Me imagino al self frente a un espejo, tratando de tomarse una selfie, creándose a sí mismo en el reflejo así como se desdobla y se crea en el lenguaje.

El yo lírico de Leal Singer indaga su origen en las rebanadas ultradelgadas de las papas fritas, en el léxico familiar, en las sillas acapulco, incluso en el inicio de la relación entre Grimes y Elon Musk (mientras escribo esto, leo en Twitter que se han separado). En ese mismo poema, “El Basilisco de Roco”, la voz admite su cometido:

Ojalá fuera un poema sobre inteligencia artificial
verdaderamente inteligente y malvada,
sobre computadoras vivas y tenebrosas
y no sobre yo despierta

Más allá de la idea de identidad en términos de herencia geográfica que el poemario a veces reconsidera, la proveniencia de la voz lírica sucede en la fisura de realidades. De ahí la conciencia de su estructura poética, el yo convertido en ficción, en artificio autorreflexivo. Luz sobre la pantalla: “Entonces una lágrima voló por mi cara y aterrizó/ en la pantalla agrietada de mi teléfono”.

Entrar a la última parte del poemario es como entrar a una tienda de antigüedades en la que los objetos en los estantes, es decir en los poemas, recrean la nostalgia de algo que alguna vez fue tendencia y novedad. “Lo que pasa es que nos sentimos solitarios viviendo entre las cosas”, dice Liesel Mueller en el primer epígrafe del libro. La colección asume su voluntad curatorial: una casa en la cual los objetos se vuelven protagónicos, quizá por el eco que refractan cuando la voz los considera y colecciona:

Lámpara Tiffany:
la habían encontrado.
Lámpara Tiffany:
en una vieja y triste tienda de antigüedades.
Lámpara Tiffany: la compraron.
Lámpara Tiffany: yo compré una también.

La voz, vulnerable a ratos, vívida siempre, transita por el libro en un eterno buscarse y hallarse, entre esa íntima muestra de vitrina: objetos que retienen nuestra mirada, significan por su desuso, y cargan en su obsolescencia una forma de belleza. Quizá uno de los triunfos de la voz es que, a lo largo de esta indagación entre lámparas, sillas, y espejos, dialoga con el lector, recreando una suerte de conversación que oscila entre hablarnos y hablarse, vernos y verse a sí misma.

El libro de Leal Singer logra su visión: entrar y asir ese intersticio liminal, encontrarnos partidos y repartidos como astillas de conciencia que se encajan a las cosas. Quizá sea inevitable mirar pantallas, pero el mundo bidimensional no tiene mucho sentido si no podemos regresar al mundo de lo tangible, aunque después de leer el libro de Leal Singer, reconsidero qué es lo táctil: qué tan lejos de nuestra mirada está el mundo en el que nuestra piel es piel y no píxel color piel. La búsqueda del libro, si es que se puede hablar en términos de búsqueda, no es por el origen en sí, sino por lo que origina la fisión del yo: ese manto de ficción que vestimos, y que a la hora de encontrarnos en un espacio intermedio, somos y no somos, como las cosas —conciencias con alma de objeto.

Javier Vela, Revelaciones de la maestra del arco, Editorial Pre-Textos, 2021, 140 pp.

Todo libro es un manual de autoconocimiento. Y, aunque pronunciada de este modo esta frase tiene todos los papeles para destacar como una cursilería hueca, está lejos de ser falsa. La lectura puede provocar en nosotros una transformación inaudita. El lenguaje choca contra las persianas de nuestro mundo —nuestros paradigmas, nuestros sueños, nuestras experiencias, nuestros miedos— y nos brinda herramientas para mejorar nuestra percepción de la realidad. Un libro es una flecha que se clava en nuestro eje de equilibrio, provocando insospechadas modificaciones en el pensar y el comportamiento. Es cierto que también podemos escoger tirar del culatín, quitar la punta y seguir casi exactamente igual a como estábamos —casi: la hendidura que abre un libro no se cierra jamás— pero, ¿quién querría desaprovechar una oportunidad tan hermosa?

Revelaciones de la maestra del arco, de Javier Vela (Madrid, 1981) es una flecha con punta de hojas finas que nos penetra de forma directa, un manual de autoconocimiento y una invitación a ahondar en los límites de la vida y en nuestra manera de estar en ella. “¿Hay tiempo en lo que vuela?” se pregunta la protagonista de Revelaciones de la maestra del arco. Naoko ha emprendido un camino de práctica y aprendizaje que implica indagar en las voces ancestrales, en su experiencia íntima y familiar y en la geografía literaria de su país para alcanzar un mayor grado de conciencia. Quizá con la intención de salvarse; tal vez porque no conoce otra forma de estar en el mundo. La distancia entre lo vivido, lo soñado y lo venidero es el tema central de su dilema vital: el antes y el después, la herida y el aprendizaje. En este viaje en el que pasará de ser alumna a ser maestra la acompañarán Hitomi, una joven curiosa que quiere aprender a tensar el arco, y Roli, un gato blanco caído del cielo. A través de un estilo que juega de forma constante con la fusión de registros, Vela atraviesa la frontera entre realidad y ficción, entre narrativa y poesía, entre vida y muerte, en un libro asombroso y de una rigurosidad estética preponderante.

¿De qué manera construir una obra concisa que reúna gran parte de la tradición de un país tan prolífico como Japón, y tan relevante en lo que atañe a la tradición literaria universal? Vela se podría haber propuesto un ensayo erudito, detallado, aglutinado de notas al pie y con un extenso apéndice bibliográfico; sin embargo, ha decidido adentrarse en el corazón de la selva, ofreciéndonos una composición minimalista que apela a nuestra sensibilidad y transforma nuestra percepción. No sé si podría haber encontrado una estética más convincente para presentarnos las voces ineludibles de la literatura japonesa. Conjugar ficción, poesía, retratos biográficos y sentencias filosóficas es uno de los aciertos principales de este libro. Refleja el sentido del camino: buscar más allá de la frontera, revolver la forma, atizar con preguntas toda idea encapotada. Leemos este ensayo y ya no hay barreras entre imaginación y realidad. Y aunque seguramente no puede leerse como un manual de literatura japonesa, sí que me parece una maravillosa invitación para adentrarse en la vasta literatura de este país. ¿Quién podría desmerecer, entonces, la perspicacia de ahondar en una composición extraña donde la búsqueda de la belleza parece el objetivo principal? La indagación de la forma para entender el mundo. ¡Eso mismo! Así, Vela tensa su arco y construye una obra exquisita y polifónica —entre la voz de Confucio y el lenguaje renovado de la poesía contemporánea, entre tradición y reforma.

Resulta imposible leerlo y no pensar en nuestra relación con el lenguaje. Vela establece una curiosa metáfora entre el oficio de la arquería y el de la escritura. “Muévete como el agua, que ondula estando quieta”. La maestra del arco enseña a su alumna a ser una con el arco para tensarlo y disparar la flecha sin pensar en el destino. Fijar la vista en el viaje: quizá ésa sea la gran enseñanza del camino. Aprender a conquistar el sentido de las cosas antes de atisbar el argumento, como quien es capaz de reconocer un espíritu atrapado entre las sombras sin que medie palabra.

Todo libro es un camino al sí mismo: la posibilidad de entroncar lo aprendido en los libros con lo que habita en lo profundo de nosotros. Revelaciones de la maestra del arco puede leerse así, como un camino de aprendizaje y de búsqueda interior. Recorriendo los pasos de la alumna podemos aprender a manejar el arco, mantener el cuerpo en equilibrio y prestar atención a los bordes de las cosas. Asimismo es una lectura que nos invita a reconciliarnos con el tiempo y a esperar con alegría el encuentro con lo insólito. “Cada palabra tensa la cuerda de un arco”, leemos. Aprender a encontrar las palabras que construyan el mundo: ahí el gran secreto de la maestra, el regalo del libro.

Revelaciones de la maestra del arco es un mapa de literatura japonesa y, también, una piedra que puede ser raspada para encender fuego. En definitiva, un libro lleno de luz, de alegría y de música. En la soledad de la lectura empieza nuestro viaje —“Es un viaje sin término. Está sola”—. ¿Tendremos la valentía de abrazar nuestra sombra para tocar un poquito de luz? Se me ocurre que en la arena de este libro sorprendente podemos encontrar las primeras chispas de una hoguera.

Brenda Ríos, La luz artificial de las cosas, Arlequín, 2021, 58 pp.

 

1.
En un texto llamado “Como un corte de pelo universitario”, Charles Simic dice:

Todo sería muy sencillo si pudiésemos controlar nuestras metáforas. No podemos. Lo mismo es verdad respecto de los poemas. Podemos comenzar creyendo que estamos recreando una experiencia, que estamos intentando una mímesis, pero entonces el lenguaje toma las riendas. De pronto las palabras piensan por sí mismas.

Es como decir “quería ir a la iglesia pero el poema me llevó a las carreras de galgos”.

Cuando eso me pasó por primera vez estaba horrorizado. Me tomó años admitir que el poema es más listo que yo. Ahora voy a donde él quiere ir.

(Traducción de Rafael Vargas)

Algunos poemas de La luz artificial de las cosas, de Brenda Ríos (Acapulco, 1975), me hacen sentir justo así. Como si tuviera entradas para el cine y terminara patinando en el hielo. No es ninguna queja.

2.
Escribe Ríos:

No supe amar a los gatos
a los nenes
a los perros
a los insectos
Amé por otro lado y sin pensarlo mucho como debe ser el amor
libre de pretensión
a los ancianos que empacan las mercancías en el súper

Al principio pensé que eran versos muy hermosos. Después recordé que Anne Carson escribió que el deseo al cuadrado es amor y me parecieron perturbadores. De nuevo, no tengo ninguna queja.

3.
A pesar de su acidez e ironía, es fácil identificarse con los hablantes de los poemas del libro. Poseen cierto carácter que nos permite establecer una relación de complicidad con ellos. Nos hablan desde la pérdida, desde el fracaso, desde la falta. Es decir, desde lugares que nos son perfectamente conocidos. (Por más que nuestros tiempos intenten edulcorar incluso a Beckett, fracasar mejor sigue siendo fracasar y duele igual que fracasar miserablemente). Sí, tenemos la membresía de ese club. Al menos no estamos solos en esto. 

4.
Hipótesis: el villano del libro es el amor. Aparece una y otra vez, cavando sus túneles debajo de las hortalizas, arruinando los cultivos. Por más que intentan mantenerlo a raya, insiste de tal modo que la única opción es rendirse. Dejarlo apoderarse de aquello que desea. “Porque el amor es fuerte y es raíz del mundo y hay que decir que sí.

5.
Los poemas de La luz artificial de las cosas narran. Saltan, sí, se desvían, martillan, se pulverizan en ocasiones, pero no dejan de narrar. Su tensión se construye en ese impulso. Mejor que un hilo narrativo: una mecha encendida. Al final: claro, el estallido.

6.
La de las nacidas en los setenta debe ser, probablemente, la generación de autoras más interesante de la actualidad en México: Sara Uribe, Dolores Dorantes, Maricela Guerrero, Minerva Reynosa, la propia Brenda, etc. (Traducción: debe ser, probablemente, la generación de autoras que más me interesa de la actualidad en México). Sus escrituras, completamente singulares, combinan la exploración formal, conceptual, discursiva y lírica desde ángulos muy diversos, y, lo que me parece más importante, dejaron atrás de una vez por todas de esa poesía venida de un lugar congelado en el tiempo, heredera directa de Gorostiza, Paz, Bonifaz Nuño, el premio Aguascalientes y los sillones de terciopelo para construir, a partir de esa ruptura, un paisaje distinto, con otros motivos, referencias y propósitos.

7.
A lo largo del libro aparece quince veces la palabra mar y dieciséis la palabra agua. Quizá me equivoco, pero siento que esa presencia líquida está ahí, al fondo, cruzando cada página, aunque no siempre sea nombrada. Hay una añoranza por ese cuerpo inmenso. Un amor que rompe, se aleja y regresa cada vez.

8.
Lo anterior me recordó que, en El ojo castaño de nuestro amor, hay un texto en el que Mircea Cărtărescu rememora la vez que conoció el mar. Tenía doce años. Ni sus abuelos ni sus padres pudieron ver nunca al monstruo azul. Leo un fragmento:

Cuando acabó el campamento y volví a casa, permanecí de nuevo, durante todo el viaje, sentado en mi asiento del autocar, sin decir una palabra. Mis padres me esperaban en el patio de la escuela: dos extraños, dos anatomías desconocidas. Caminamos los tres lentamente en medio de la noche, entre casas sin sentido ni consistencia. La luna caminaba a nuestro paso, era tan grande que arrastraba nuestras sombras, las estiraba penosamente, como a los condenados en el potro de tortura. Al llegar a casa, el apartamento me pareció una madriguera escarbada en el suelo, el escondrijo de una rata. Lloré horas muertas en la bañera. Mis padres, con la cabeza pegada a la puerta del baño, gimoteaban al oír cómo mis lágrimas caían al agua. Pertenecía ahora a otra especie, pues había visto el mar y había resultado ileso. Pero ellos eran gente de tierra adentro, llenos de huesos y raíces.

(Traducción de Marian Ochoa de Eribe)

Las voces que hilan los poemas de La luz artificial de las cosas también pertenecen a esa otra especie.

9.
Y al final, la sensación de que todo el libro es un intento de recuperar la memoria. O mejor dicho, de rescatarla del naufragio; como cuando los niños intentan desesperadamente evitar que la ola destruya sus intentos de castillos de arena. En la página 73 del libro hay un poema breve, hermoso y terrible, que se titula “Guerra del Golfo”:

En la Guerra del Golfo recuerdo estar sentada mirando la tele
yo de quince
mi hermano de once
mi padre cerca
mi madre cerca
unidos más que nunca en la fascinación del bombardeo
lugares lejanos en una guerra como toda guerra
incomprensible
atónitos nos amamos en familia como nunca más.

Por supuesto, sabemos que las voces de los textos no tienen que corresponderse con la voz del cuerpo que escribe y que los yoes líricos son máscaras. Pero también sabemos que a la vez no lo son. Por eso es capital este ejercicio de rescate. Alguna vez el poeta argentino Silvio Mattoni escribió: “qué es escribir sino rezar hacia el aire para que algo de lo que aquí y ahora está se salve, para que sea leído”.

Lizzie Castro, Crisálida neón, Mano Santa Editores / Bonobos, México, 2021, 58 pp.

Escena 1

¿Por qué Lizzie Castro (Guadalajara, 1980) recurre a lo inacabado, lo que, a punto de ser, no termina por evidenciarse? Tal parece que la autora va dibujando en Crisálida neón su propio mapa de la realidad, de una realidad extrema, sutil a plena vista. La vida es porno, pero también dulce. El poema podría buscar el éxtasis sublime pero se contenta con la eyaculación, con el trazo corpóreo, con la profanación de las conciencias, con el pulimento de lo apenas vislumbrado.

Siempre hay algo más. Personajes esbozados en escenas incompletas, agentes de acciones crudas, a punto de, en el límite de, al filo. Ambigüedades, finalmente. Veintitrés poemas, si así los queremos llamar, que son a la vez puestas en escena. Veintitrés poemas donde, como afirma Hernán Bravo Varela en la contraportada, “el dolor nace de lo vivo y, al mismo tiempo, hace nacer lo vivo de sí”.

 

Escena 2

Por la crudeza de los actos en las prosas de la primera parte, la sexualidad aunada al despliegue del dolor, me viene a la mente la tensión sexual y la violencia corpórea y psíquica en los poemas del norteamericano Bob Flanagan, la constatación de nuestra humanidad desencarnada en la poesía del vietnamita-estadounidense Linh Dinh. Pero quién conoce “el lado oscuro de la luna”.

 

Escena 3

Como telón de fondo: la pandemia traza su signo solitario, la invasión de los sentidos a los que la autora recurre. Algo proveerá, algo saldrá de todo esto. Un diálogo, una escena cambiante, abandonada por otra. ¿Qué caso tiene la felicidad que nos abandonó si la cámara exige a su personaje en esta toma, ahora mismo?

 

Escena 4

Me atrevería a afirmar que aquí los humanos son máquinas. No cyborgs, no androides: máquinas del sexo, de la simulación, del extrañamiento. Máquinas del recuerdo a quemarropa. No: de apenas evocaciones que se diluyen en un presente que agota sus circunstancias, en cuerpos-crisálidas que anuncian su conciencia vaporosa de la realidad. Lo que no fue empieza a ser, a significar en cuanto se va nombrando.

 

Escena 5

La lente graba sin detenerse. “Rompe con su pasado, busca las formas”. De una prosa alucinada, a ratos de una crudeza palpable y a ratos surrealista, al saldo desintegrado de los versos, de lo recuperable a través de la evocación. La vivencia del dolor como vía para el reencuentro, para el renacimiento, la reinvención de sí. Al menos, su anunciación.

 

Escena 6

Crisálida neón al borde. Viaje en proceso. Desnudamiento. Infancia reconocida. Búsqueda de formas. Hambre. ¿La sientes? Es tersa. ¿La quieres? ¿Podrá Dorothy regresar a casa? El ensō virtual gira sin parar.

Emily Dickinson, Las ruedas de las aves, Traducción y prólogo de Juan Carlos Calvillo, Aquelarre Ediciones, 2020, 242 pp.

Hay que pagar
para ver mis cicatrices, hay que pagar
para oírme el corazón:
sí, late de verdad.

Sylvia Plath, “Lady Lázaro”

 
En la Nueva Inglaterra del siglo XIX, no cualquier mujer tenía acceso a la educación. Emily Dickinson (1830-1886) estudió y por varios años. Las ramas masculinas de su árbol genealógico estaban adornadas con títulos importantes; su padre y abuelo fundaron el Amherst College. Este prestigio, sumado a la fortuna familiar, permitió a la poeta elegir el encierro después de explorar el exterior en varias de sus aristas y encontrarlo decepcionante. Más allá de las razones que pretenden explicar por qué una mujer tan joven e inteligente renunció a “la vida” y escogió el confinamiento, es un hecho que Dickinson, consciente de que el conocimiento es poder y viendo las prohibiciones y prejuicios impuestos a las mujeres de su época, decidió renunciar, voluntariamente, a esas ralas bifurcaciones que el afuera le ofrecía: ¿por una ruptura amorosa?, ¿gracias a los síntomas de una enfermedad mental?, ¿para consagrarse radicalmente a la poesía? No lo sabemos y resulta ocioso que nos importe tanto. Su excentricidad fue también su rebeldía. Fue fiel a una de las frases del libro Las ruedas de las aves, cuya reciente publicación por parte de Aquelarre Ediciones aquí nos ocupa: “Enséñale a un Corazón el camino que debe tomar y se desviará de él tan pronto como pueda” (p. 95).

Dickinson fue una excepción y con el tiempo se convirtió en una leyenda. Costó varias décadas recuperar sus poemas y publicarlos reunidos, sin la maldición del editor que intervenía los textos alterando su contenido. Fueron varios los hombres de su época que no la comprendieron y que, al seleccionar y corregir sus poemas, la desfiguraron. ¿Reconocer su talento? Era pedirle peras al olmo del árbol del patriarcado. Su rescate literario, la génesis de este, se da en una escena de sororidad: ¿qué hubiera pasado si Lavinia Dickinson —Vinnie, su hermana pequeña— hubiera ignorado, tirado o destruido los fascículos con los poemas que Emily pasó en limpio y sus miles de papeles sueltos? El tesoro se ocultaba en el baúl que Dickinson tenía al pie de su cama. Vinnie intuyó lo que valía. Y esa conservación la conjuró la propia Emily al adjuntar sus poemas en las cartas que enviaba a una red selecta de personas, o al transcribir de 1858 a 1864 sus poemas a los fascículos en papel estándar con el fin de salvaguardarlos. Ella conoció el mundo por medio de la contemplación y la escritura, compartió impresiones con otros y los leyó; su soledad no fue absoluta. Hay que decir que su revolución fue literaria; es cierto que políticamente no deja de ser siniestro para nosotros, lectores de otros siglos, imaginarla recluida en la casa paterna, al igual que a Sor Juana en el claustro, como única opción de ejercer su poder expresivo, ese que tanto asoció a la espera, ese que hermanó con la eternidad por medio del anhelo de la resurrección:

cuando queda deshecho su motivo
para cantar, a quién le importa el Trino
del Azulejo — si la Vida Eterna
esperó a que rodaran una Piedra —

(p. 24)

Lo interesante es hallar en un proyecto poético como el de la poeta estadounidense una serie de ambigüedades, contradicciones y evidencias que no temen nombrar inestable a la identidad. Quien escribe poesía, investiga. La obra, sin importar su extensión, es una suerte de estudio de la realidad. A nuestro alcance quedan los poemas de Dickinson para probar los frutos de su observación profunda. Son más de 1700 los que aparecen en las ediciones de su obra reunida, pero eso no es todo. El legado Dickinson abarca un montón de papeles dispersos. Las pieles caídas de “La Serpiente sin Padre” (p. 94) son vestigios, fragmentos de una relación intensa con el lenguaje. Las ruedas de las aves guarda entre sus páginas una suma de manuscritos autógrafos de la poeta. El libro recupera no solo las versiones al español de los textos sino también un dossier (en buena resolución) con las imágenes de los papeles originales. La edición da en el clavo de nuestra sed fetichista: contemplamos las pruebas de una “existencia grafomaníaca”, como la llama el traductor y prologuista Juan Carlos Calvillo (Ciudad de México, 1983).

Asomarse a una copia visual de lo que duerme en los archivos resulta estimulante. Más si se trata de inéditos que ocuparon espacios imprevistos en el mundo de papel de la poeta. Dicho por ella misma, este libro junta algunas de “las pequeñas oraciones que empecé y que nunca terminé — los pozos que cavé y que nunca rellené —” (p.80). De su cuerpo lumínico escaparon estos “fulgores diminutos” (p. 24), pensamientos que Emily plasmó en sobres ya usados, en envolturas de chocolate o recibos, transgrediendo así la ley honorable de usar la hoja en blanco. El balbuceo también es parte de la búsqueda. Y la poeta improvisaba, fiel a la obsesión de atrapar no al ave del pensamiento, sino la estela de su vuelo. Esa libertad cuya representación es posible, bendita paradoja, en lo inmóvil, tampoco pasó desapercibida para Juan Carlos Calvillo, quien establece una analogía entre el espacio elegido por ella para escribir, y las aves: “no es ninguna casualidad que los sobres que aquí se reproducen —ya cortados, despegados y extendidos— se asemejen a las alas de los pájaros que tanto admiraba” (p. 11).

En este libro-jaula, el lector puede reproducir las veces que quiera el trino entrecortado del Pájaro Azulejo que no supo esconder la desdicha y la alegría, llámese alma o condición humana, la luz de su canto acompañó a Emily Dickinson hasta su muerte:

su propiedad indestructible
ampara su morada —
Intocable como la Luz
que observa el mundo entero
e inexpugnable como el Oro
aún no descubierto —

(p. 69)

Digo “canto entrecortado” porque Las ruedas de las aves muestra una faz más fragmentaria, aforística, íntima y accidental de la escritora. Consciente de la vida breve, con otras ocupaciones como cuidar la salud de su madre enferma y la propia, leer y responder cartas, Dickinson puso a prueba las formas y bocetó. No renunció a ese continuo enfrentamiento con el lenguaje. El universo se expandía y se contraía, y los átomos del cuerpo de Emily —salvo el hidrógeno, según la ciencia—, todos ellos fabricados al interior de una estrella, obedecieron a la luz y sus intermitencias. Al igual que la Estrella Polar ella permaneció, mediante el lenguaje, fija e iluminada, orientándose a sí misma y a aquellos con quienes se comunicaba en la noche oscura del ser. Similar al astro que supera al sol en tamaño y es 2440 veces más luminosa que él, y más distante, se entregó a una quietud enigmática que guía todavía hoy a los lectores navegantes. Se sabe que la identidad de las estrellas polares cambia gradualmente con el tiempo. Así pasa con la nuestra; por ello, el carácter accidental del hecho creativo no se puede ignorar. Emily Dickinson, pese a la pulcritud y planeación de su obra, forcejeaba con la luz y los mensajes de esta llegaban a sus manos y oídos no siempre con claridad, pero ella atendía su dictado y a veces reflexionaba sobre su oficio sin remuneración: “¿No debería el Amanuense recibir también una comisión?” (p. 87).

En su encierro, la poeta fue “la estrella que no camina” pero todo lo altera con su luz. El uso de la forma, en poesía, acaso equivale al uso de la energía. Las evidencias que recupera esta edición son poderosas porque dan lugar al enigma; constituyen una prueba de la personalidad hermética que subyuga y fascina lo mismo en una sola frase o en un poema de varios versos:

A842 (PF21)

Así como hay Habitaciones
de la Mente a las que nunca
entramos sin Disculpa — tendríamos
que respetar los sellos de los otros —

(p. 85)

No etiquetar, ni querer definir con precisión quién fue aquella mujer extraña llamada Emily Dickinson. Leerla. La interpretación dependerá de la ubicación del observador al mirar su cuerpo de signos lumínicos. Un cuerpo que sigue dividiéndose: “Disculpa a Emily y sus Átomos — la Estrella Polar es de un pequeño entramado — pero es mucho lo que implica” (p. 73).

Estoy en desacuerdo con Juan Carlos Calvillo cuando dice en el prólogo que los trazos caligráficos de Dickinson y el espacio donde los ejerció son razón para inscribirla en la tradición de la poesía concreta. Existe una transgresión de la forma tradicional del poema, sí, y Emily acude a la eficacia de usar pocas palabras, pero la función del texto no tiene una intención ideológica tan clara como sí la tuvo cierta red de artistas asociados con el movimiento —pienso en los miembros del grupo Noigandres en São Paulo, en la década de los cincuenta del siglo pasado (Décio Pignatari, Augusto de Campos, Haroldo de Campos), por citar un ejemplo cercano—. Para ellos la crítica, el humor, la relación libro-objeto y sus posibilidades de sentido, el juego de palabras y la carga visual, fueron elementos imprescindibles. En el diálogo establecido por el arte de los concretistas hay una urgencia de testigos, un llamado a las masas, un elogio del arte conceptual. Emily Dickinson, en todo caso, cultivó una poesía atómica. Fue humilde al conservar no solo sus fascículos sino también sus tachaduras, sus pasos tambaleantes por el jardín de la conciencia. Las ruedas de las aves es un libro interesante, con sabor a secreto; guarda la luz de una estrella cuya silenciosa presencia dice a nuestra noche: “Es para Todos el Milagro” (p. 46).


Más de cuarenta años de visión y dicción de cielos con y sin nubes, de paisajes mundanos y humanos, externos e internos —en general, también eternos, aunque sin ostentación—, han convertido a Roberto Appratto (Montevideo, 1950) en uno de los poetas impreteribles del mundo de habla hispana.

Su poemario más reciente, Mi versión de los hechos (Editorial Yaugurú, Montevideo, 2020), confirma las virtudes poéticas que ya se observaban en libros como Arenas movedizas (1995), Levemente ondulado (2005) y Lugar perfecto (2011).

Esta “versión” de Appratto comienza con la frase “Lo que se escribe es estrictamente privado”, que, al reaparecer huérfana como cierre del libro, induce a pensar que puede tratarse de una pista de cariz un tanto oracular y, por ende, no exenta de peligros, en virtud de que no admite una interpretación unívoca ni directa. Hay que leer todo el poemario para penetrar en esa advertencia o, al menos, quedar con la impresión de que así ha sido.

Como sea, esa declaración aparece en el libro como el comienzo y el final de una andadura o —acaso, con más propiedad— una “desandadura”. La única acepción del verbo desandar que registra el Diccionario de la Real Academia Española es: “Recorrer retrocediendo el camino andado”. Eso es lo que hace el poeta aquí: volver sobre los pasos que ha dado a lo largo de su vida, para dar cuenta de los momentos y circunstancias que, sin que se sepa bien por qué, demandan emerger en el presente. No se trata de un descensus ad inferos, al modo de Orfeo. Tampoco de una anábasis como la de Jenofonte y sus conmilitones atrapados en la antigua Persia. Pero sí de algo que los griegos conocían como thauma: el asombro de las almas sensibles ante lo que ha pasado y pasa en el mundo, fuente común de toda poesía y pensamiento que se precien. Al repasar lo vivido, Appratto puede convertir su historia personal en objeto de ese maravillamiento, operación en la que interviene una memoria existencial que no solo registra acontecimientos significativos —los hechos a que alude el título del poemario—, sino que sobre todo sostiene el alma y el verbo del hablante, contra el tiempo y sus avatares.

Así que la sustancia de Mi versión… es la memoria, y el camino desandado es el de la introspección y el consiguiente diálogo interior. Todo un mundo renuente a consideraciones unidimensionales. El poeta proclama la condición “estrictamente privada” de lo que se escribe —por ende, también de lo que él escribe— y puede estar cimentando esa intuición en fenómenos que respiran mejor en el microcosmos de la interioridad. Cierto. Pero esa visión puede ser igual de real-ilusoria que la mirífica especulación de los portentosos héroes de la tradición caballeresca por parte de don Quijote, en la cueva de Montesinos: lo que en un principio parece ‘interior’ resulta que viene determinado por una intencionalidad, que remite a una insoslayable exterioridad. Solo se puede hablar de “adentro” porque existe con necesidad un “afuera” tácito u ostensible. Es lo que Eduardo Milán acierta a atisbar cuando, en la contraportada del libro, asienta que “en poesía no hay adentro ni afuera”, pese a lo cual el poeta-topo no deja de cavar, como si este acto —podríamos suponer— resultara del intento y de la práctica de perforar cierto “adentro” con variadas y persistentes punciones de lo real externo. En esto, la versión de Appratto confirma la eterna paradoja de la escritura poética: no importa cuán privada sea su fuente y su materia: su destino no puede ser otro que el espacio público, la vaga espesura de las interioridades buscándose y entreverándose en la intemperie. Todo texto en plan de poema es de lo menos privado que hay: está vocado a priori a lo público. Lo lírico es tan abierto al mundo como lo épico. Ahí está, como ejemplo resaltable de esa grácil antilogía, la cuasi fenomenológica poetización de “el sexo en primera persona”, vertida en las páginas 26 y 27 del libro. Allí pueden leerse versos como estos: “…es el deseo en el límite, la línea que se corre/ a medida que el movimiento despliega/ lo que no se puede ver de tan cerca, así que se imagina/ se describe en voz baja hasta el aliento/ que el sexo en primera persona en lo que tiene/ de consumación y final deja a la vista.”

La apuesta formal que se entrevé en este poemario de Appratto es congruente con lo que pretende expresar. Como sucede con la mejor lírica contemporánea, las composiciones que dan cuerpo a este libro proyectan una poesía refleja: una textualidad intencional que da cuenta de sí misma, en la medida en que dice lo que dice. Esa especie de autoconciencia de la palabra opera, a su vez, como ámbito del sentido en el que se amplía y profundiza la autognosis del poeta —en este libro, la voz poética no es una alteridad deslindable de la subjetividad de que emana—, que se reconoce en una fabla de medio tono: en la discreta prosodia del murmullo vibrando en la entraña. Ahí, cada poema registra momentos de meditación, de recuento vital (sin privación de la pequeña épica político-ideológica, en especial, la de los insuperables años 60 del siglo pasado), de revisión y balance de sí: estaciones de un vivir reviviendo: maniobras de la identidad personal, que se reconoce en el presente porque mira hacia atrás, hacia lo vivido, lo bailado: eso que, según el consabido proverbio, nadie puede quitar a nadie. Lo que queda, al final de la travesía por estas “cartas de relación” existenciales, es un dejo, un regusto, una resonancia interna, el eco de una operación, acaso inocente, de suspensión en el autoasombro.

Appratto no oculta las cifras de esa metapoética. Dos pruebas de esto: 1) el aviso explícito de que “ese es el comienzo del poema” (p. 33), tras registrar de manera puntual (y puntillosa) la dinámica de la cotidianidad, una mañana cualquiera en Montevideo, y 2) esta noticia sobre “el momento de empezar a escribir”: el punto del tiempo “cuando hay dos o tres palabras en el aire/ y un sentimiento que llegó un poco antes,/ convencido de que la imagen es exacta,/ con apuro para decirla como vino./ Es un sonido de poesía por el tono, la pausa, la suspensión del drama” (p. 28).

La memoria es facultad y registro, capacidad y tesoro —algo con creces más dinámico que una “base de datos”—. Permanece como “congelamiento” del tiempo otrora en curso, a disposición de la voluntad de decir, de la necesidad de decir, y poder volver a moverse en el cauce del tiempo por vivir. Ese foco de acción poética proyecta sus frutos en una curiosa disposición de la materia verbal contenida en este poemario. Hay un grupo de poemas que parecen responder a la caída en cascada de reminiscencias cardinales; su lectura exige girar el libro hasta alcanzar la “vertical”. Los textos restantes —en general, más dados a expresar un sentimiento crítico de lo vivido— ocupan las páginas que les corresponden de manera “normal”, es decir, en presentación apaisada. Así, en su aspecto editorial, Mi versión de los hechos se antoja una combinación del antiguo rollo de papiro con el foliado propio de la impresión gutenberguiana.

En el juego del poema, la memoria da de sí como fuente y escenario: el lugar donde el verbo se ofrece como nudo de una historia (una auto-historia: el arte de dar testimonio de sí, tras observar lo vivido) con un presente siempre abierto a ser historia. En esta versión de los acontecimientos significativos en la existencia del autor, la remembranza permite habilitar el suelo donde se cimienta la identidad individual y la estética. Por eso, en Mi versión…, poesía y vida se entretejen hasta difuminar sus respectivas diferencias específicas y formar, así, un orden de re-creación verbal en el que las representaciones extraídas de la memoria y las del presente resultan difícilmente discernibles. El penúltimo poema del volumen es una muestra vivaz de eso: trae al presente condensaciones de cuando el poeta estudiaba en el IPA —Instituto de Profesores Artigas— de su ciudad natal, en explícito homenaje al hecho de que allí “nos probamos que la literatura era lo mismo que la vida”. Un dato que no se debe omitir: en estos versos de Appratto no se respira dolor por los tiempos idos: no hay nostalgia: acaso algo de añoranza acotada por la intensidad de un asombro en constante renuevo, pero remiso a celebraciones. Aunque también es cierto que, en el poema de la p. 38, se habla de “muertes, partidas, canalladas, formas distintas/ de abandono así como la pérdida de golpe,/ por decisión o por desgaste, la salida/ de la dimensión conocida a otra/ donde ya no se habla, termina en lo peor./ La que había, ya no más. El silencio.”

No hace tanto, el acto crítico de colocar un libro como Mi versión de los hechos, e incluso la poesía toda de un autor del calibre de Appratto, en las coordenadas de la actualidad poética, era “natural” y prácticamente obligado. Esa era la forma usual de calibrar su contribución al despliegue del arte de la palabra y sus niveles de “tradición” y de “ruptura”. Hoy, el legado lírico se halla tan “roto” que todo lo que se hace en el ramo es “ruptura” o, igualmente, nada lo es.

En la abigarrada poetósfera del presente coexisten obras comprometidas con los valores poéticos más exigentes y radicales con ocurrencias de slam, estrofas de bazofia mercable, continuismos acomodaticios, panfletos de la intimidad, épicas de factura antediluviana, monumentos al ripio y al sonsonete, vanguardismos integrados y sin alma… El derrumbe del sentido crítico y la consolidación de un relativismo estético nihilista y estéril medio confieren cierto aire de pertinencia y legitimidad artística a ese magma de mediocridad y confusión. Por su parte, las redes sociales y aun algunos órganos y estructuras convencionales de difusión favorecen su despliegue y expansión virtualmente ilimitados. En ese pandemonium de barbarie y decadencia, categorías como tradición, innovación, valor artístico y afines se desvanecen en un aire hostil y se vacían de sentido.

Más allá de ese estado de la cuestión poética en el presente, este nuevo libro de Appratto puede actuar como contraste ejemplar ante avatares de la poesía, no por inconsistentes menos arraigados en el campo cultural. Es probable que la peste del coronavirus, todavía en curso, también haya intensificado y ahondado falencias que venían prosperando en nuestro mundo-de-la-poesía. Tal vez estemos en medio de un peculiar kairós: la coyuntura en la que se consuma la cancelación de lo mejor de la poesía postaurática, junto con la anulación final de los restos de la aurática. Para quien estime con justeza el rol de la revelación, el impulso expresivo y el arte de dar forma como la raíz, la fuente y facultad de las que resulta el texto con intención poética, las actuales tribulaciones de la expresión y la caquexia de la voluntad de crear, manifiestas en los medios de mayor potencia expansiva —ajenos a las heroicas revistas y suplementos de calidad, en estado de inminente extinción— pueden leerse como el presagio de un avatar de lo pseudo o parapoético, que por analogía podría admitir el marbete de “poesía bitcoin”.

No se trata de algo como una “criptopoesía” —la bitcoin tampoco es, en rigor, una criptomoneda, puesto que no es secreta ni clandestina—. Lo que en realidad define a ese instrumento de intercambio monetario es su literal insustancialidad: el hecho de carecer de fondos que la respalden. La poesía bitcoin aparece, entonces, como un kit de estrategemas de simulacro formal, débilmente comunicativas —distantes, por ende, de una pungente función poética—, sin más sustento que la simulación de procederes consagrados por la tradición que dice impugnar: un modo de la expresión que sobredimensiona lo informático y se desvive por embeber la lógica del marketing. De hecho, parece una fuga desde la ignorancia al descubrimiento de hilos negros desleídos: desentenderse de la herencia lírica, como si evadir equivaliese a impugnar, y sin percatarse de que para nadar contra la corriente es inevitable sumergirse en la corriente. Tal vez se trate de la deriva —en el fondo, imparable— de la anemia que ahora afecta al, por lo general, poderoso y fecundo espíritu de vanguardia, tentado por los señuelos de la racionalización, serialización, tecnificación e industrialización de los procesos de producción artística, así como del atomismo impresionista, sin otro compromiso que el de homenajear la pretendida fulguración de ciertos instantes en los flujos de existencias más bien grises. Se presenta como una yuxtaposición de mediaciones, por las que los procesos de generación de sentido poético se alejan tanto de la vida que tienden a una autonomía poco menos que total. A la hipermediación le sigue una desustanciación de la poíesis, lo que podría denotar una desterrenalización y, así, una deshumanización de la creación verbal. La textualidad bitcoin se dota, así, de un notable potencial performativo: un formalismo extremo, etéreo, sin aliento vital, así como un relacionalismo puro (por vacío), le permite circular libre de obstancias y resistencias en el espacio cibernético, mayormente enseñoreado por las redes sociales y opciones comunicativas afines, fuertemente determinadas por los poderes de la tecnología.

Las consideraciones precedentes apenas dan cuenta de un atisbo de los esquemas formales y de la retórica que se avienen con esa textualidad bitcoin. Todavía no parece haber condiciones epistémicas para ensayar una caracterización consistente de esa deriva de la voluntad de expresión. Lo que sí está más claro es que se trata de un fenómeno demasiado ajeno a una rigurosa y vivificante gaya ciencia: todo lo contrario a lo que ofrecen poéticas como la de Roberto Appratto.

Bruno Darío, Mal de aire, Vaso Roto Ediciones, Madrid, 2020, 98 pp.

Cuando nos pusimos de acuerdo para que me pasara su libro, Bruno estaba por tomar un autobús de vuelta a Coatepec, así que me lo dejó encargado en una cerrajería de nombre Lock que queda a un kilómetro escaso de mi departamento. A diferencia de casi todas las cerrajerías que conozco, umbrosas y atestadas de objetos oxidados como imagino que será el taller de Hefesto, esta tenía un frente amplio y era luminosa. Una serie de llaves doradas brillaban en las vitrinas que cubrían las paredes. Tras el mostrador, un hombre con un generoso bigote pintado de negro limpiaba una llave con un paño sin levantar la vista. Cuando pregunté si alguien me había dejado un paquete, levantó la mirada sin mover el rostro y preguntó despacio:

—¿Y qué hay dentro del paquete?

Le contesté que un libro. Entonces, giró sobre su banco, se inclinó como si fuera a sacar una llave del mostrador y extrajo un sobre manila.

—¿Su nombre cuál es?
—Elisa.

Acercó un poco el paquete hacia mí pero se detuvo a medio camino con una sonrisa burlona.

—¿Apellido?
—Díaz.
—Entonces —concluyó—, esto es para ti.

Caminé de vuelta con una sonrisa bajo el cubrebocas. Además del curioso encuentro con el cerrajero, me divirtió la congruencia remota que supone pasar a recoger un libro a una tienda de llaves. Me detuve un instante en la Plaza Río de Janeiro, saqué el libro de mi bolsa y, después de bañarlo con gel antibacterial, leí los siguientes versos:

Nunca hubo llaves, ni muebles ni libros,
solamente pistas de cómo llevar a cabo la presencia.

Mal de aire, de Bruno Darío (Cuernavaca, Morelos, 1993), es justo eso: una llave de no sabemos cuál puerta, un mapa que para guiarnos primero cuestiona las bases mismas de la topografía. Sus poemas en todo momento reflexionan en torno a aquello que los constituye: hablan del lenguaje y su relación con los objetos. Y quizá solo cuestionándose las bases del discurso, refiriéndose a la herida que supone la escisión entre objeto y palabra, sea posible llevar a cabo, aunque sea durante algunos instantes sueltos y aislados, la presencia.

Darío reflexiona en torno a la relación entre palabra y mundo en el nivel enunciativo del texto. Quiere, por ejemplo, “calcular el peso neto de esta cosa indigna de llamarse” o afirma: “metí la lengua por el agujero del objeto” (¿y qué es el lenguaje mismo sino una forma de meter la lengua, como una llave que entra en la cerradura, en los objetos?). La palabra ocupa un espacio, tiene un peso y una contundencia tosca y concreta en este libro. Se inmiscuye, cambia, toca las cosas que nombra. Y esta intromisión de la palabra en el mundo de los objetos tortura al enunciante, pues este nota una asimetría fundamental entre la forma, el peso, la textura de la palabra y la forma, el peso y la textura de aquello que designa. Sin embargo, el enunciante parece tener solo la palabra como ruta de escape de la palabra: “Vamos ahí, donde no está contemplado explicar los objetos sino acontecer con ellos”.

Lejos de quedarse en el nivel enunciativo, la inquietud que genera la falta de coherencia entre palabra y mundo se filtra dentro del entramado formal de los poemas y se transmite, en forma de agudo desasosiego, al lector. Uno de los métodos del desasosiego es la hibridación de géneros y de lenguas. En varios de estos poemas, se realizan cambios abruptos de idioma, de español a inglés y viceversa, incluso a media frase. Al cambiar de un momento a otro de idioma, el autor pone en evidencia la artificialidad de todo lenguaje. Se trata, también, de otra forma en la que se juega con los límites entre lo descifrable y lo ininteligible. La influencia del surrealismo francés se siente a cada momento de este libro:

De existir estoy crudo. Crudo estoy de mi carne y mi hueso. Creo que un toro es un buen amigo. Colecciono exoesqueletos de los escarabajos que vienen a morir a mi puerta. El lenguaje se desmorona, se hace chiquito en el exceso.

La vocación híbrida de mal de aire se vuelve evidente en la plétora de géneros literarios con los que estos poemas coquetean. Se trata de una colección cuyos poemas participan de la poesía en verso, del ensayo, de viñetas narrativas. Son textos fluidos que no acatan las reglas tácitas de los géneros y el efecto de estos cambios repentinos de tono es, en mi opinión, descolocar al lector, hacerlo consciente de las herramientas que transmiten el significado, del lenguaje mismo.

A veces, por ejemplo, los poemas se estructuran como cartas, pero cartas que se burlan de su propia forma epistolar pues, en lugar de dirigirse a personas concretas, están dedicadas a los destinatarios arquetípicos: “Hermana”, “Profesor”, “Amistad” y la más ominosa y recóndita, “Atroz”. Además, ya que se organiza a partir de una serie de fechas, el libro, con sus cartas, sus ensayos y viñetas, también se puede leer como un diario.

Fiel a los apuntes que uno toma en un diario, Mal de aire habita los lindes de la preescritura, puede sentirse por momentos como una primera versión de un texto más pulido que se difiere hasta la inexistencia. Sin embargo, estos poemas buscan ese carácter poco acabado y caótico de las primeras versiones:

Hay algo fundamental en la preescritura. Tal vez las cosas quieren ser dichas un rato. ¿Y por qué nos creemos con el derecho a decirlas? Oh, acaso escogen las cosas su nombre con el pulso de sus formas… siempre cambiantes… La piedra escogió que la llamasen piedra: el lenguaje cayó en la trampa.

La preescritura tiene su propio encanto pues, pienso, es lenguaje vulnerado, atravesado por la temporalidad, por una naturaleza impermanente. A diferencia de las palabras monolíticas y estáticas de ciertos poemas clásicos de nuestra tradición, que se bastan a sí mismos y cuya perfección parece separarlos del resto de las cosas del mundo, las primeras versiones se comunican todavía con el mundo temporal e inestable que nos rodea; son abiertas, fluidas, orgánicas, como edificios a medio construir que han sido tomados por una vegetación selvática. A Darío no le interesa la estética inexpugnable del poema perfecto, sino la emanación temporal y líquida de la primera versión.