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Una declaración |
No. 38 / Abril 2011 |
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Una declaración
Siempre he sabido que llamar a esta serie de escrituras Defensa de la poesía acarreaba deslices. La pensé de una manera irónica, y por esa razón en mis comentarios y mensajes la he llamado “parachoques”, “salpicadera”, “parabrisas”, como si la poesía fuera ese coche destartalado en el que pudiéramos viajar todos, usado y en uso, y estos textos los amarres que le vamos haciendo, con cintas o con cuerdas, para que no se caiga en pedazos y siga su rocambolesca marcha. O como esas cintas de colores que hace años enredábamos minuciosas a los manubrios de las bicicletas, y que terminaban en unas cintas colgando de cada uno de los mangos de plástico con que nos afianzábamos al correr en ellas. Pero el peligro de la ironía es que pase desapercibida. De la misma manera que la tinta invisible, sólo se ve si le añades la emulsión correcta. Sin ella, el título puede ser tan explícito que llegue a sentirse un poco pacato, no tanto pomposo sino apretado y rígido, como esos trajes que le quedan pequeños a los niños cuando los sacan a alguna ceremonia oficial. Lo llevamos también, qué remedio. Por otro lado, en el origen seguía presente una obvia identificación con la Defensa de la poesía de Shelley: nunca he dejado de verlo sonreír por el rabillo del ojo, e imagino estos textos dialogando con él en el mismo tono y mezcla de enjundia y displicencia que tiene el suyo. Hice lo que el dragón quiso hasta que apareciste. En el mundo pasan esas cosas, y mientras tanto el incontenible vertedero de porquería que ha ido depositándose en las ciudades, pueblos, calles y casas de México sigue creciendo, asquerosamente, llenando de dolor habitaciones y rincones. Es el narcotráfico, es cierto, pero no es sólo eso. Lo acompaña el baile todo que, como en las pinturas negras de Goya, va a su encuentro en brazos de la corrupción, el cinismo, el dinero y las armas. Cada una de estas palabras tiene peso específico. Las alianzas que sustentan al poder han creado inmensos basureros en los que irremediablemente se desliza todo. Ese hedor tira de nosotros, trata de hundirnos, nos alcanza muchas veces. No importa, se puede chapalear y salir, a veces como el pato de Díaz Mirón, cuyo plumaje no es tocado por los lodazales, a veces como casi todas las aves que terminan con el cuerpo embadurnado de petróleo queriendo escapar. Pero de eso se trata, de seguir en el intento. En ese sentido, una de las voces que más íntegramente ha pautado esa realidad semana a semana, y que en la acumulación de sus anotaciones lleva huella de todo lo que no se ha limpiado, ha sido Javier Sicilia. Sus colaboraciones semanales para Proceso, una publicación tachada de amarillista por los que no quieren ver la realidad amarilla, terminan siempre con una lista de agravios que los que pueden no han querido limpiar, y que son el primer detonante del crimen. Sicilia se encarga, tercamente, de que no olvidemos que nada de eso se ha cumplido. Y la lista, que empezó con los Acuerdos de San Andrés, que nunca ha ratificado el gobierno, no ha hecho sino crecer. Los culpables no son sólo los que ejercen las armas, sino quienes los dejaron pasar. Esta semana, Sicilia terminaba su colaboración con la siguiente lista: “Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz”. Cada una de estas demandas tiene su historia particular, y la lista cubre varios sexenios de continua y repetida venalidad. Siempre he pensado que es un alivio que Sicilia no se ocupe de política internacional, porque la serie llenaría la columna y no quedaría espacio para su opinión. Conocí a Javier Sicilia hace treinta años, aproximadamente. Tengo amorosamente grabadas su risa, sus pantalones de mezclilla, sus botas vaqueras, su barba gambusina y sus expresiones llenas de humor. Siempre que se mencionaba a Cioran exclamaba “ese hombre es un perverso”, y cuando escuchaba a Bruce Springsteen se ponía en pie y decía “este es el jefe”. Hace mucho que no lo veo, pero eso no importa. Mi conversación con él es continua. Lo puse como ejemplo durante una charla reciente, al hablar de la revista Cartapacios, que hicimos juntos. Durante mucho tiempo las reuniones de la redacción fueron, lunes tras lunes, en casa de Javier. Recuerdo a su padre recogiéndonos enfrente del Liverpool de Insurgentes, bajándose del coche, no tan espigado como él, abriendo la cajuela para que guardáramos ejemplares de la revista. Aunque en esa época todavía no era la figura pública que es hoy, su ejemplo de integridad humana, dignidad y bonhomía ya estaba ahí, emanando calidez. Cartapacios era, en pequeña escala y entonces, el sitio de conversación pública que en todos estos años Javier Sicilia no ha hecho sino ensanchar. En esa charla recordé las discusiones alegres que se daban entre él, poeta católico y rimado del DF, y Gastón Martínez, poeta comunista y cantautor de Tampico. El espíritu de Cartapacios era la conversación, el respeto y la comunidad en diferencia, y esto se plasmaba en un proyecto común en el que respiraban diferentes perspectivas. Esta misma manera de estar abierto al mundo la ha ejercido Javier Sicilia en su vida personal, en su práctica religiosa, en su actividad editorial de muchos años en las revistas Ixtus y Conspiratio y en sus artículos semanales de Proceso. Saber que está ahí, que respira, que escribe, que lucha y habla, es una de las maneras que tengo para reconocer la vida y lo que vale la pena de ella. Pocas son las personas de las que puedo decir: “es un hombre bueno”, sin la menor duda y con la convicción más amplia. Hasta sus ataques de furia y sus salidas de quicio y tono, como cuando ganó el premio Aguascalientes e insultó a Evodio Escalante, son parte integral de su humanidad, equivalente al episodio en que Jesucristo, invadido por la violencia, sacó a latigazos a los mercaderes del templo. Aclaro que no estoy comparando a Evodio con ningún mercader, sólo imaginando a Javier dando rienda suelta a su furia. Una vez vueltas las aguas a su cauce, humilde, le pidió disculpas, públicas por supuesto. La violencia encarnizada que se ha echado sobre México a lo largo de estos años no es sólo un número o una estadística, que pueda subir y bajar. Como lo narra Roberto Bolaño de manera helada en su novela 2666, un largo recorrido de fichas policiales, es la suma de la historia de una mujer, y de otra, y de otra más, hasta acumular un vacío en el estómago del lector, perseguido también por un oscuro coche que recorre las sombras de las calles al acecho de cada uno de nosotros. Pero la carga incesante y diaria de muertos, de los que ya van muchos, muchos años, no se diluye en el agua de la repetición y la naturalidad. El inmenso dolor que cada uno de esos asesinatos arrastra y significa es nuestro. En diciembre del año pasado, en la presentación de la antología País de sombra y fuego de Jorge Esquinca, Cristina Rivera Garza leyó La reclamante, un poema estremecedor, recogido en ese libro, en el que inserta, una por una, las palabras que la señora Luz María Dávila, a quien le acababan de matar dos hijos, le espetó al presidente Calderón en Ciudad Juárez, al negarse a darle la mano: “mi sed, le doy, mi calosfrío ignoto, mi remordida ternura, mis fúlgidas aves, mis muertos” dice ella y dice Cristina. La sutil y exacta intervención del poema hizo que se volvieran nuestras esas palabras, dichas en todo su vasto dolor y su inmensa dignidad. Al tomar la forma de poema, hechos que conocíamos al haber aparecido como noticia en los diarios, y que allí eran en un dato de acumulada y compartida indignación, se hacían herida propia. Ahora, después de volverse poema, no sólo nuestra indignación acompaña a Luz María Dávila, sino también nuestro dolor, como si estuviéramos en el velorio de sus hijos, como si la tocáramos y los tocáramos. El estremecimiento que provocan las palabras puestas allí por Rivera Garza es mucho más fuerte que cualquier explicación o raciocinio sobre los motivos y datos de los crímenes del narcotráfico. La humanidad inmensa de ese caso y esa historia hace insubordinable, intransigente e impostergable nuestra demanda y nuestra exigencia de que esto pare ya. Esa misma tarde leí un poema de Tennessee Williams, que seguramente habla de otra cosa, pero que en ese momento y con sus palabras, halló acomodo para mi amigo en mí. Leo a Javier tocando a su hijo, estando con él hoy y siempre. Lo transcribo para compartir esa cercanía y esa necesidad: Supón que Al leerlo sentí de manera contundente lo que he estado tratando de rodear en estas defensas: la palmaria necesidad de la poesía, la fuerza que tiene para dar, de uno a uno, lo que somos todos, y lo indispensable que nos es para vivir. La poesía es inmortal y pobre, como escribió Borges, y su condición humilde es nuestra defensa más honda. Cada una de las muertes de la violencia generada por la prohibición del uso de drogas en México está ligada a la imperdonable autorización de venta de armas en los Estados Unidos. El dinero que este negocio produce ha hecho pasar por ley en el Congreso de los Estados Unidos la ignominia, y su resultado es la autorización de un crimen y otro. Gracias a los millones que han invertido las compañías interesadas se ha convencido a miles de individuos en los Estados Unidos de que estas dos leyes paralelas van en su beneficio. Hasta que no los toque en carne propia. Es necesario hacer sentir esta realidad a un mayor número de personas y convencerlos de que esas dos leyes gemelas tienen que cambiar. Es impostergable. Y por alguno de los dos países hay que empezar. Hasta que no se convenza a los votantes estadounidenses, o hasta que no cambie la composición de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, no se va a poder echar atrás una ley irresponsable, e impune, culpable indirecta del asesinato de muchos hombres, mujeres y niños. Una manera de empezar a alcanzarlo, en los Estados Unidos, es hacer público el vínculo entre la bala que mató a una persona y la tienda en la que se vendió el arma de donde esa bala salió, no en estadística, sino individuo tras individuo. Los poemas nos pueden ayudar. La otra, más a la mano, es exigir que el gobierno de México se decida por fin a agarrar al toro por los cuernos y legalice las drogas. |
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